viernes, 1 de junio de 2012

He sufrido demasiado



Que levante la mano quien no haya sentido alguna vez esta reflexión en su interior, o quien no la haya padecido en su vida, o quien no haya tenido más de un día de una seriedad doliente o de una sinceridad casi agresiva, en el que haya sentido el peso insoportable de la vida en su parte menos agradable.
Que levante la mano quien no haya pasado por un momento en el que el deseo de abandonarlo todo, y abandonarse, no haya tenido una fuerza destructiva e imbatible a duras penas difícil de soportar.
Las manos siguen en el mismo sitio donde estaban antes de empezar a leer.
La mente, no.
La mente se ha ido a buscar recuerdos, a desaletargar ciertos momentos, a ponerse la mueca circunspecta, la voz de la gravedad, la espina del dolor inquebrantable, y a quedarse quieta, y ligeramente escondida, para no volver a pasar por aquel o aquellos trances.
Todos hemos sufrido demasiado en más de una ocasión.
Todos conocemos el sabor cruento de su opresión, la falta de luz y esperanza que contagia, y cómo cercena la ilusión de un tajazo feroz.
El destino del sufrimiento es quedarse atrás.
Siempre viene cargado de una lección, generalmente demasiado cara –porque pensamos que la podíamos haber aprendido sin tanto penar-, casi nunca aceptada, y en muchas ocasiones incomprendida.
Pero si la misma situación se repite, y se repite el sufrimiento que le acompaña, es que no hemos aprendido la lección.
imageY la vida, que es tan sabia, nos volverá a presentar otra situación similar para que tengamos la ocasión de aprender, por fin, y podamos demostrarlo.
No hemos de aceptar al sufrimiento incondicionalmente, ni integrarlo en nuestra vida, ni hacernos sus amigos, ni ahondar y regodearnos en él.
Hemos de dejarle ir.
Llegará, dejará su huella, le exprimiremos la lección, comprenderemos su sentido, se la agradeceremos –sí, agradecérselo-, y le dejaremos partir hacia lo más lejano, llevándose con él, si es posible, su bilis y su rastro de amargura.
Empeñarse en sufrir –con no sé qué innecesario sentido-, convirtiéndonos en modernos mártires, en plañideras reiterativas, en afligidas víctimas, en almas torturadas, no provoca otra cosa más que alejarnos de nuestro Centro y nuestro Ser, crear una punzante distancia entre Yo y yo, asolar cuanta Autoestima tengamos, teñir de luto el futuro, y arrancarnos el brillo de la vida.
La dureza de la siguiente pregunta requiere una respuesta sincera: ¿Para qué me sirve seguir sufriendo?
¿Por qué me empeño en seguir en ese estado?
¿Soy consciente de que puedo ver de otro modo distinto esto que me provoca el sufrimiento?
¿A quién de mí –a qué parte o qué ego-, le provoca sufrimiento?
¿Quién de mí, –qué parte o qué ego-, se convierte en cómplice del sufrimiento y me mantiene aferrado?
¿Soy consciente de que podría deshacerme del sufrimiento y poner en su lugar música y flores?
Porque el sufrimiento no tiene entidad, no existe.
Es un proceso mental nuestro.
Es un rechazo a la realidad, que no es aceptada porque no se acopla a lo que nosotros quisiéramos.
Sufrir no beneficia en absoluto.
A nadie.
Persistir en ello provoca un grave e innecesario padecimiento, que se puede evitar.
Evitarlo por respeto a ti mismo.
Y solamente depende de ti…

1 comentario:

  1. Otro muy interesantesante artículo, que si que muchas veces he sentido ese deseo de cerrar los ojos de dejar de existir, y otras tantas he pedido perdon al Altísimo por haberlo pensado, derá que somos humanos.
    Un abrazote.

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